Drystan abrió los ojos, un extraño sonido le
había despertado, el fuego de la chimenea estaba a punto de extinguirse. Los
cerró de nuevo y trató de agudizar el oído. Nada… no escuchaba nada, sintió un
escalofrío y se levantó a echar más leña. Estaba desnudo, se había acostumbrado
durante todos los años de tranquilidad en sus cálidas islas, y si era posible
de algún modo calentar la habitación, nada haría que incómodos ropajes
perturbasen sus sueños.
Habían pasado tres lunas desde entonces,
pero era incapaz de olvidar la noche en que visitó a Moira, hubiese dado cualquier
cosa para que ella le aceptase, para poder hacerla suya, al fin, después de
tantos años de amor secreto, sin embargo no había nada que hacer, y al menos
hasta la muerte de Dwyn no podría plantearse nada de nuevo, pero tampoco
deseaba que su primo falleciera…
Se metió en la cama y lanzó un suspiro,
pronto tendría que volver a sus islas. Mientras él no estaba, sus tierras eran
gobernadas por su único tío por parte de madre, un hombre de total confianza y
honor incuestionable. Jamás había sido un problema marcharse largas temporadas,
pero ahora era diferente, tras lo que había sucedido ella se sentía incómoda en
su presencia, esquivaba todas sus miradas y sólo le hablaba cuando era
estrictamente necesario. Había sido capaz de perdonar a su esposo, sin embargo
parecía que a él no tenía intención de perdonarle con tanta facilidad, pero
claro, Dwyn era su amor, contra eso no podía hacer absolutamente nada.
Trató de dormir y vaciar su mente de pensamientos perturbadores, pero no había manera. Daba vueltas en el camastro sin conseguir encontrar una postura adecuada, acabó boca abajo y asestó un golpe al colchón con tal fuerza que por unos instantes creyó que aquel viejo lecho se desmontaría.
Entonces, escuchó otra vez aquel retumbar
lejano que le había despertado, como tambores distantes, pero desaparecieron de
nuevo así que pensó que tal vez había despertado por una pesadilla, y que lo
que acababa de escuchar sería el crujido de la madera vieja y raída. No tardó
en darse cuenta de que esa noche no podría volver a conciliar el sueño, lo cual
haría que el resto del día le pareciera eterno.
Volvió a levantarse y sin darse cuenta de
donde estaba, abrió el ventanal de la alcoba y salió al balcón. Un viento
helado le erizó la piel y tembló, la luz de la luna llena bañaba su esbelto
cuerpo y antes de darse la vuelta para entrar a resguardarse, miró al cielo y
observó las estrellas, buscó su favorita, una de color rojo, al verla sonrió.
El recuerdo de su tierra hizo que se olvidase del frío, su mente se perdió
entre las arenas doradas de Uhn-Nurr. Las orillas de aquel mar cristalino que
en la distancia se veía color verde azulado, no tenían nada que ver con
aquellas aguas negruzcas del norte. Por primera vez en varios días se dibujó
una sonrisa en su rostro.
Sí, definitivamente debía volver, hacía al
menos una semana que Dwyn podía andar por sí mismo, su estado de salud había
dejado de ser peligroso, y echaba demasiado de menos a aquel niño que nació
tras buscar el consuelo por el fallecimiento de su esposa en brazos de una de
sus damas. Pobre infeliz, ella buscó ese hijo con la esperanza de que él la
desposara, nada más lejos de la realidad, jamás sintió algo por ella, pero a
fin de cuentas, el chico no tenía la culpa y era tan fácil quererle, le recordaba
a Dwyn cuando aún era un chico sano…
El viento dejó de soplar con fuerza y de
aullar entre la arboleda, pero al volver de su ensimismamiento, se dio cuenta
de que estaba tiritando. Aquel sonido estaba ahí de nuevo, nunca se había
marchado, simplemente el aire que soplaba en su contra lo enmudecía, volvió la
cabeza hacia el lugar del que provenía el sonido, pero la esquina del castillo
lo ocultaba, aunque si se reclinaba sobre la barandilla podía ver un tenue
punto de luz que provenía de más allá del bosque de Nihtel.
—
¡No! –exclamó aterrado– no puede ser…
Corrió al interior de la habitación y buscó
su ropa, se vistió lo más rápido que pudo y abrió el armero para colocarse el
cinturón de la espada.
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