Una bella mujer llegó a la posada, contoneando su hermoso y voluptuoso cuerpo cubierto por un vestido de gasa más propio de una prostituta que de cualquier mujer que deseara que continuasen pensando en ella de forma decente. La cálida luz que entraba por los ventanales de cristales teñidos de amarillo le daba un aspecto dorado, casi etéreo.
Un hombre de cabello largo y blanco, de algo menos de cuarenta años, estaba sentado, como siempre, en la mesa del fondo, con una jarra de vino dulce para acompañar un trozo de bollo bañado en miel que había hecho para él Ehna, la posadera.
Su posada era la mejor de la zona, y servía muy bien las bebidas, pero cocinar no era lo que mejor sabía hacer, así que no estaba totalmente seguro de si había sido amable o cruel, ya que era la primera vez que intentaba hacer aquella receta. Por suerte, "eso" podía comerse sin problemas.
En esas fechas, la mayoría de los lugareños se iban a trabajar a la ciudad al otro lado del río, y gran parte de ellos pasaba allí las noches durante la jornada semanal, así que él era uno de los pocos clientes que tenía, y sin duda, el que más dinero había dejado allí, así que la anciana le trataba como a un hijo.
La mujer se acercó a la mesa, con aire alegre y desenfadado, haciendo retumbar sus pasos. Al llegar al lado del hombre de níveo cabello y ojos verdes como la hierba de la primavera, habló con un aire de satisfacción.